
El pan ocupa un lugar central en la vida cotidiana del mundo árabe. Pasa de los hornos a los puestos callejeros, lo apilan en la mesa durante las comidas, o incluso lo alzan en las manifestaciones para simbolizar la incapacidad del Estado para responder a las necesidades básicas de la población. El pan se presenta en diferentes formas y dimensiones, desde las baguettes tunecinas hasta la pita, pasando por el esponjoso samoon iraquí, con forma de rombo. Pero estos panes comparten un creciente rasgo en común: están hechos con trigo a precio económico proveniente de Europa y de Rusia.
No siempre ha sido así. En otra época, la región de Cercano Oriente y África del Norte (MENA, por su sigla en inglés) tenía su propio trigo: variedades nutritivas, resistentes y cultivadas desde hace milenios en el este y el sur de la cuenca del Mediterráneo. En realidad, el mundo árabe superaba con creces su autoabastecimiento de trigo. Así fue que llegó a innovar y a exportar, y logró que el pan se hiciera un lugar en las dietas y las mesas de Europa y, más tarde, del mundo entero.
El "granero de Roma”
En efecto, fue en el Creciente fértil –la “fértil medialuna” que va desde las orillas del Mediterráneo en Palestina y el Líbano hasta la Siria, la Turquía y el Irak contemporáneos– donde la humanidad aprendió a cultivar cereales. Los antiguos egipcios cultivaban trigo y cebada a lo largo de las orillas del Nilo y su delta. Egipto, el Levante y África del Norte eran conocidos como “el granero de Roma”, debido a que abastecían a vastos territorios del imperio. Del mismo modo, la llanura fértil de Hawrān, en el sur de Siria y norte de Jordania, era una de las grandes regiones cerealeras del imperio otomano.
Ese autoabastecimiento ya es historia antigua. En 2021, de los quince primeros Estados importadores de trigo del mundo, cinco pertenecían a la región MENA. Hoy, incluso pequeños países como Jordania y Túnez importan tanto trigo que figuran entre los primeros 50. Los datos del Observatorio de Complejidad Económica (OEC) permiten visualizar esa dependencia de los principales importadores de la región y cartografiar la factura total de las importaciones de trigo de cada país, sus principales proveedores, su posición entre los importadores de trigo y el lugar que ocupa el trigo en las importaciones de cada país.

El costo de esa dependencia de las importaciones es elevado. Cada año, los Estados árabes, cortos de liquidez, gastan sus limitadas reservas en divisas extranjeras para importar alimentos de primera necesidad que en otra época cultivaban ellos mismos. Los volátiles mercados mundiales condicionan su capacidad para alimentar a sus poblaciones. Así, el mapa de arriba utiliza datos de un año antes de la invasión rusa a Ucrania. Los datos del año posterior mostrarían un vuelco importante en las cadenas de suministro de trigo de la región, que en 2022 y 2023 se vieron profundamente afectadas.
Este mapa también contiene una omisión notable. Para facilitar al máximo la lectura visual, mostramos solo las importaciones de trigo en grano y excluimos datos de harina de trigo. De allí la ausencia de Irak, Siria y Palestina, que no importan gran cantidad de trigo pero dependen muchísimo de la harina importada. En 2021, Irak y Siria eran respectivamente el segundo y sexto mayor importador de harina del mundo. Yemen ocupaba la tercera posición, lo que debe sumarse a la factura ya importante de sus importaciones de trigo en grano representadas en el mapa. La dependencia de la harina, en lugar del trigo sin procesar, es común entre los Estados afectados por conflictos en la región y más allá, y probablemente refleje los daños que ha sufrido la capacidad de molienda local.
De alimentar al pueblo a alimentar a Europa
¿Qué ocurrió? ¿Cómo pasó de ser productora de trigo a consumidora de trigo la región MENA? Es tentador acusar al cambio climático y la escasez de agua, que desde luego no auguran nada bueno para la agricultura de la región. Hoy, sin embargo, muchos países árabes todavía cuentan con excelentes condiciones para cultivar trigo. El crecimiento explosivo de la población y la rápida urbanización son explicaciones más convincentes para ese fenómeno, pero solo representan una parte del cuadro.
El mayor problema es que los gobiernos de MENA prácticamente dejaron de organizar la agricultura para que sea fuente de alimento para sus sociedades. A mediados del siglo XX, los flamantes Estados árabe independientes invirtieron considerablemente en su autosuficiencia alimentaria y en la redistribución de la tierra, la riqueza y los servicios en beneficio de los campesinos. Esa situación empezó a cambiar en las décadas de 1970 y 1980, cuando la región adoptó reformas de corte neoliberal. Ante el aumento de la deuda y la presión de acreedores internacionales como el Banco Mundial y el FMI, la mayoría de los Estados árabe privatizaron servicios claves, recortaron el apoyo a los pequeños productores y favorecieron a las grandes corporaciones agrícolas, orientadas a la producción de cultivos industriales destinados a la exportación.
Eso es más patente en Egipto que en cualquier otro país. Egipto, que fue una de las grandes sociedades agrícolas, hoy destina más dinero a la importación de trigo que cualquier otro país del mundo. También es por lejos el mayor importador de ful o de habas, otro emblemático alimento básico de la dieta egipcia. Eso no significa que los egipcios hayan dejado de cultivar: simplemente las políticas de Estado están orientadas a promover exportaciones de alto valor.
Los datos del OEC nos permiten visualizar este cambio. Comparamos el costo de las importaciones de trigo con una selección de sus principales exportaciones agrícolas. Las barras verticales reflejan el valor total de cada importación o exportación; las flechas indican el principal socio comercial de cada producto.

Los resultados muestran hasta qué punto Egipto avanzó hacia la importación de alimentos básicos y la exportación de cultivos comerciales. En 2021, se ubicó entre los 12 principales exportadores mundiales de cítricos, patatas, fresas y algodón. Todas estas plantas requieren riego y algunas son notoriamente hidrointensivas. Venderlas al extranjero implica, de facto, venderlas con el agua que necesitaron, es decir, exportar lo que a veces se llama “agua virtual”. Esto es incompatible con la creciente crisis hídrica que sufre Egipto y con el hecho de que todas estas exportaciones siguen siendo insignificantes en comparación con las importaciones de trigo del país.
Especuladores a ambas orillas del Mediterráneo
En el otro extremo de la región, Marruecos enfrenta una situación similar. El antiguo reino de Jerifián es a la vez un importante importador de trigo y un gran productor de fruta. Es uno de los principales exportadores mundiales de tomates y frutas cítricas, así como de frutas de lujo que requieren mucha agua, como melones, bayas y aguacates.

Esos intercambios —fruta marroquí por grano europeo— funcionan muy bien para los exportadores privados de ambas orillas del Mediterráneo y para los consumidores europeos, que pueden disfrutar de fruta a bajo precio. Pero eso es a expensas de la lucha contra la sequía que persiste desde hace años en Marruecos y que ha obligado al Estado marroquí a racionar el agua en los lavaderos de coches y hasta en los baños públicos. Las relaciones comerciales de Marruecos también revelan lo que podría llamarse una “tendencia neocolonial” en el intercambio de alimentos del Mediterráneo: su principal socio comercial, Francia, es también su antigua potencia colonial, que sigue beneficiándose de los recursos naturales de Marruecos en forma de frutas cuyo cultivo requiere mucha agua.
El gusto por los aguacates israelíes
En el Mediterráneo oriental, Israel se ha convertido en un maestro en la ciencia de la agricultura de alto valor. Esa maestría se basa en tecnología avanzada y en la propia forma de colonialismo israelí, a través de la explotación ilegal de la tierra y el agua de sus territorios ocupados en Palestina y los Altos del Golán. El destino principal de las exportaciones de fruta de Israel son Estados europeos como Francia y los Países Bajos, que apoyaron su guerra en Gaza. Junto con Marruecos, Israel es el otro Estado de la región MENA que saca provecho del gusto europeo por los aguacates. De hecho, hay empresas israelíes y marroquíes que incluso se han asociado para cultivar aguacates en suelo marroquí utilizando agua marroquí, a través de un emprendimiento conjunto creado en 2020, tras la normalización de las relaciones entre ambos países.

Sin embargo, las ventas de aguacate de Israel son irrisorias en comparación con la exportación de un producto mucho menos atractivo: el alimento para animales que le vende a su mercado cautivo de los territorios palestinos ocupados, que hasta dependen de la buena voluntad de los israelíes para producir alimentos localmente. Desde el 7 de octubre de 2023, Israel controla el flujo de alimentos básicos con el fin de llevar sistemáticamente a Gaza al borde de la hambruna. Mientras que Israel establece las condiciones de sus relaciones con sus vecinos, Jordania no puede darse ese lujo. Los pequeños ríos locales traen las migajas de agua que deja la agricultura israelí y, en menor medida, de la siria. Como resultado, Ammán, la capital jordana, tiene que sacar agua del acuífero Al-Dissi, que el país comparte con un reino vecino mucho más grande y poderoso: Arabia Saudita. Este último también absorbe indirectamente el agua de Jordania a través de la ganadería y el cultivo de frutas hidrointensivas y que son exportadas o contrabandeadas por grandes empresas jordanas a través de la frontera saudí.

La difícil situación de Jordania es, por lo tanto, fiel reflejo de la de Egipto y Marruecos, aunque en menor escala. Mientras que la población de Jordania está sujeta a un pan subsidiado elaborado con trigo europeo barato, sus mayores agricultores cultivan duraznos y nectarinas, que envían al rico mercado saudí, y explotan a sus anchas esas aguas subterráneas de alta calidad, sin preocuparse por las estrictas cuotas que limitan a los pequeños productores.
Los pastos de Arabia Saudita
Dicho esto, se podría argumentar que el sector agrícola más hostil con la naturaleza es el de Arabia Saudita. Ese reino del desierto no tiene ríos, prácticamente no recibe precipitaciones y viene agotando sus aguas subterráneas fósiles a un ritmo alarmante desde hace décadas. Sin embargo, tiene de lejos la industria láctea más grande de la región MENA, y anualmente exporta productos lácteos por valor de más de 1000 millones de dólares. Almarai, la empresa láctea saudí cuyo nombre significa “pasto”, es una marca conocida en gran parte del mundo árabe.

Pero las vacas lecheras y el forraje necesario para alimentarlas se encuentran entre los mayores consumidores de agua de toda la agroindustria. Y en lugar de reducir sus operaciones, Almarai incluso ha adquirido derechos sobre tierras y agua en lugares tan inverosímiles como Arizona y Argentina. Además de los productos lácteos, en 2021 Arabia Saudita fue el mayor exportador mundial de dátiles, una fruta con una larga y rica historia en el Reino de Saúd, particularmente en sus oasis orientales. Hoy en día, sin embargo, regar los dátiles significa recurrir a las escasas reservas de agua. Y, como ocurre con los productos lácteos, los ingresos provenientes de estas exportaciones palidecen en comparación con las gigantescas ventas de energía del reino. Entonces ¿por qué exportar tanta agua?
La respuesta probablemente se encuentra en dos factores, que se aplican tanto a los dátiles saudíes como a las nectarinas jordanas, las fresas egipcias o los aguacates marroquíes. En primer lugar, por más que los ingresos provenientes de cada cultivo —unos pocos cientos de millones de dólares al año, aproximadamente— son marginales en la balanza comercial de un país, esos cultivos generan dinero para quienes los exportan. Esos intereses particulares van desde los agricultores locales bien conectados hasta las multinacionales agroindustriales, cuyas inversiones los regímenes árabes están ansiosos por atraer. En Medio Oriente y el Norte de África —como en otras regiones afectadas por el clima, como el sur de Europa o el oeste de Estados Unidos— estos poderosos actores serán los últimos en sufrir las consecuencias de la mala gestión de un bien escaso como el agua.
En segundo lugar, existe la presunción de que pase lo que pase la región encontrará una salida a su crisis hídrica. Rico en petróleo, el Golfo lleva décadas explotando sus recursos hidrológicos más allá de sus posibilidades, gracias al costoso y contaminante proceso de desalinización del agua de mar. Estas soluciones tecnológicas resultan atractivas para los líderes de otras partes de la región, incluso en Estados como Jordania y Egipto, que carecen de los medios para implementarlas a gran escala.
Por supuesto que esa especie de pensamiento mágico no se limita al mundo árabe, sino que se infiltra en las políticas ambientales a nivel global, incluso en los Estados ricos de Occidente, que son los más responsables de la crisis actual y los que están mejor posicionados para abordarla. Pero tarde o temprano nuestro clima forzará cambios en lo que comemos y en dónde lo producimos. La pregunta es si nos estamos preparando de una manera que proteja a los más vulnerables o si nos seguiremos aferrando a un sistema que solo sirve a los intereses de quienes menos lo necesitan.